quinta-feira, 15 de julho de 2010

Os avós descansam no meu jardim

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Yoani Sánches
Licenciada en Filología. Reside en La Habana y combina su pasión por la informática con su trabajo en el Portal Desde Cuba.


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Um vaso de cor azulada se destaca há um par de dias entre as plantas do nosso jardim, a quatorze andares de altura.

Ainda não temos uma ideia clara do que vamos fazer com as cinzas dos meus avós.

No momento estão abrigadas entre as samambaias e a sombra de uma comprida embaúba que sobressai além do muro da varanda.

Minha mãe conseguiu - depois de apelar à várias amizades e de estimular materialmente os funcionários indicados - cremar seus pais que jaziam num panteão público do Cemitério de Colón.

Terminada a ação do fogo, o resultado foi parar no interior de um recipiente de barro no qual se nota - em cada centímetro - que contém os restos de uma pessoa.

Dentro da ânfora estão Ana e Eliseo, os dois avós juntos aos quais nasci e cresci numa edificação de Centro Havana.
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Ela lavava e passava para fora, ele trabalhava na ferrovia e fumava seu cachimbo em frente as meninas curiosas que éramos minha irmã e eu.

Semianalfabetos os dois, haviam erguido uma família a custa de tabuleiro e sabão, de picareta e pá sobre a linha do trem.
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Ambos exibiam essa mescla de gênio e autoridade que nos fazia gostar e temer.

Tinha sangue asturiano e canário, talvez por isso “Papán” se deleitava com as festas camponesas e Ana era chamada “a galega” por todos do bairro.

Suas maiores posses eram um guarda-louça, uma cama de mogno e a cristaleira com louças que nunca pudemos usar porque eram só para adornar a diminuta sala-refeitório-dormitório.

O avô morreu no mesmo ano do êxodo de Mariel.

Seu coração estava acolchoado pela gordura dos torresmos de porco de que tanto gostava.
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Foi-se em paz e deixou Ana sob sua nova condição de viúva ao menos durante cinco anos.

A partida dela foi muito mais triste: estava sentada na cadeira errada na cafeteria El lluera, quando um par de bêbados entrou jogando garrafas e uma a alcançou de frente.
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A etapa de ter avós acabou-se para nós num instante.

Adeus as malcriações, as meias remendadas por mãos destras e ao leite morno levado na cama.

Em todo esse tempo nunca fui ver seus túmulos, para que o granito cinzento não substituisse as recordações que tinha deles.

Hoje - cabeçudamente - retornaram para mim, num pequeno jarro tão simples e efêmero como suas próprias vidas.
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Los abuelos descansan en mi jardín

Un jarrón de color azulado se destaca desde hace un par de días entre las plantas de nuestro jardín, a catorce pisos de altura. Aún no tenemos una idea clara de qué vamos a hacer con las cenizas de mis abuelos. Por el momento, están cobijadas entre los helechos y la sombra de una estirada yagruma que sobresale más allá del muro del balcón. Mi madre logró –después de apelar a varias amistades y de estimular materialmente a los funcionarios indicados– cremar a sus padres que yacían en un panteón público del Cementerio de Colón. Terminada la acción del fuego, el resultado fue a parar al interior de un recipiente de barro al que se le nota –en cada centímetro– que contiene los restos de una persona.

Dentro del ánfora están Ana y Eliseo, los dos abuelos junto a los que nací y crecí en una cuartería de Centro Habana. Ella lavaba y planchaba para la calle, él trabajaba en el ferrocarril y fumaba su pipa frente a las dos curiosas niñas que éramos mi hermana y yo. Semianalfabetos los dos, habían levantado una pequeña familia a golpe de batea y jabón, de pico y pala sobre la línea del tren. Ambos exhibían esa mezcla de genio y autoridad que nos hacía quererlos y temerles. Tenían sangre asturiana y canaria, quizás por eso a “Papán” le deleitaban los guateques campesinos y a Ana en el barrio todos la apodaban “la gallega”. Sus máximas posesiones eran un escaparate y una cama de caoba y la vitrina con copas que nunca pudimos usar porque eran sólo para adornar la diminuta sala-comedor-dormitorio.

El abuelo murió el mismo año del éxodo del Mariel. Su corazón estaba acolchado en la grasa de los chicharrones de cerdo que tanto le gustaban. Se fue en paz y dejó a Ana bajo su nueva condición de viuda, al menos durante cinco años. La partida de ella fue mucho más triste: estaba sentada en la silla equivocada en la cafetería El Lluera, cuando un par de borrachos entró tirando botellas y una la alcanzó en la frente. La etapa de tener abuelos se nos acabó pronto. Adiós a las malcriadeces, a las medias remendadas por unas manos diestras y a la leche tibia llevada hasta la cama. En todo este tiempo nunca fui a ver sus tumbas, para que el granito gris no reemplazara los recuerdos que tenía de ellos. Hoy –testarudamente– han retornado junto a mí, en un pequeño jarrón tan sencillo y efímero como sus propias vidas.

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